Las chicas invisibles

Fue entonces cuando la vi.

Había salido al centro de Madrid para acercarme a una de esas librerías de barrio que siempre tienen un encanto especial. Como si fuese un mundo aparte donde los libros toman todo el protagonismo, un lugar donde el librero siempre parece tener alguna historia interesante que contar.

Al salir de la tienda, al otro lado de la calle vi a una chica a punto de cruzar hacia donde yo me encontraba. Era morena, tenía el pelo liso y era muy guapa. Llevaba un vestido de color azul que dejaba ver unos calcetines oscuros por encima de los tobillos.

Más o menos así.

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Cuando llegó a mi lado yo disimulé mirando los libros del escaparate y, una vez me había sobrepasado, me giré y la seguí con la mirada.

Se movía con cierto aire de inseguridad y con una expresión tímida. Mantenía la cabeza ligeramente agachada, lo que hacía que para mirar al frente tuviese que levantar la vista arqueando levemente las cejas.

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Sujetaba un libro antiguo en la mano, con unas tapas amarillentas que en otro tiempo debieron ser blancas y, aunque me esforcé por ver el título (siempre lo hago cuando veo a alguien leyendo), no logré averiguar de qué libro se trataba.

La calle era larga y poco transitada a esas horas de la tarde, así que pude ver cómo se alejaba, despacio y manteniendo ese halo de misterio que me había atrapado ya sin remisión.

Lo que más me llamó la atención es que iba buscando ávidamente espejos donde reflejarse, parándose unos segundos delante de cada uno de ellos para observarse.

Le bastaba con cualquier superficie que fuese capaz de devolverle su imagen: escaparates, paneles de aluminio e incluso las ventanillas de algunos coches aparcados, con esos cristales oscuros donde todos nos vemos mejor.

Pensé que debía tratarse de una costumbre muy arraigada en ella, de ésas que hacemos casi sin darnos cuenta, porque en 20 metros de calle repitió la operación no menos de tres o cuatro veces. Unas veces retocaba su peinado, otras se arreglaba una arruga del vestido y a veces simplemente se miraba de soslayo sin siquiera detenerse, como queriendo observarse de perfil y en movimiento.

Su timidez y su inseguridad se adivinaban en esas miradas constantes hacia las superficies reflectantes de la calle.

Porque no lo hacía como otras personas que se miran al espejo de forma altiva, recreándose en su estupendo aspecto. Al contrario, ella se lanzaba miradas críticas, dejando entrever su falta de confianza, como si no le gustase del todo lo que veía delante. Cuando levantaba la mano para retocarse el pelo, lo hacía con un gesto enérgico y nervioso, como intentando conseguir un arreglo rápido sobre algo que no estaba en su sitio.

Y sin embargo, era una de las chicas más guapas que he visto nunca.

Era como si ella fuese la única que no era consciente de su belleza. Como si algo no cuadrase, como si su aspecto físico no fuese en consonancia con su carácter tímido, acostumbrados a chicas guapas de cabeza alta y mirada altiva.

Sin duda era una de esas chicas que caminan por la vida sin creérselo, con esa expresión modesta y esa mirada tímida de quien no es consciente de sus propias virtudes.

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Cuando se detenía a observarse ante esos espejos, daban ganas de correr a decirle que no se preocupase. Que iba perfecta. Perfecta con su pelo algo alborotado, con su timidez a cuestas y con sus calcetines cubriendo los tobillos. Perfecta en su imperfección.

Porque tenía una belleza inusual, quizá no la que estamos acostumbrados a ver en las revistas, rasgos perfectos, siluetas producidas en serie y pieles doradas todo el invierno. Era más bien una belleza serena, tranquila, sencilla y dulce.

Tengo un amigo que llama a ese tipo de chicas las chicas invisibles. Lejos de escotes pronunciados, de minifaldas que enseñan más de lo que ocultan, de maquillaje excesivo y de gestos altisonantes, ella era natural, de mirada tranquila y gestos serenos. Con una timidez que denotaba humildad en su carácter.

Y pensé que ese tipo de chicas vale la pena, porque suelen esconder los mejores tesoros. Aunque permanezcan ocultos a la mayoría.

Es como cuando descubres una canción que nadie conoce. Te sientes afortunado por haber encontrado un tesoro oculto y sabes que algún día todo el mundo podrá ver lo que tú has visto primero. Y se lo cuentas a tus amigos con un regusto amargo, porque sabes que cuando todo el mundo la conozca perderá parte de su esencia, de su clandestinidad, de ese encanto que atesora lo que pertenece solo a las minorías. Como esa película independiente de director desconocido que no ha llegado todavía al gran público, como ese libro viejo rescatado del fondo de la biblioteca y como el rincón que descubres en tu cuidad favorita a salvo de los turistas.

Así son las chicas invisibles.

Y mientras la veía alejarse con su libro en la mano, no pude evitar recordar el artículo de Jesús Terrés sobre lo que resulta sexy para él.

Y pensé que sí, que lo sexy a veces lo encontramos en las cosas pequeñas.

Que es sexy ser una chica invisible. Es sexy tu mirada tímida mientras te apartas el pelo, es sexy que te guste leer, que te intereses por la cultura, que tengas pasiones y que te brillen los ojos cuando hablas de ellas, tengas la edad que tengas. Es sexy que te guste pasear por el campo, que tengas un estilo propio y que construyas opiniones no prefabricadas. Es sexy que trates bien a los camareros aunque te estén sirviendo la mesa, es sexy la educación y es sexy que trabajes para pagarte los estudios. Es sexy el maquillaje justo y el color natural de tu piel, y es sexy insinuar más que mostrar. No mates nuestra imaginación. Es sexy no fumar, es sexy que te guste escribir y es sexy que vayas a por lo que quieres, con seguridad pero también con humildad. Es sexy que nunca pienses que es demasiado tarde, que sueñes despierta, que mires más allá y que sigas buscando sin conformarte.

Y es sexy tu vestido con calcetines y tu pelo alborotado.

Sirva este post para reivindicar también a las chicas invisibles. Las que no van pisando tan fuerte por el mundo, pero pisan firme y seguro, solas o acompañadas, como ellas prefieran. Las que no entran en la fiesta buscando todas las miradas sino que se conforman con una.

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Mi amigo dice que el mundo está lleno de chicas invisibles. Que están ahí fuera, por todas partes. Y que es afortunado aquel que da con una de ellas. Porque le puede regalar lo mejor de la vida.

Aunque cueste más verlas. Porque no van a ser el centro de atención en el bar, porque no van a dar el primer paso y porque les dará vergüenza al principio. Porque todo será más despacio, porque en el mundo de la rapidez ellas van a otra velocidad, y porque a veces pasan por tu lado de puntillas. Sin hacer ruido.

Pero están ahí. Muchas veces esperando una palabra, un gesto sencillo.

O una mirada que se cruce con la suya.

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Nota: Ya escribí sobre las chicas menos invisibles aquí, cada una de ellas genial siendo como quiera 🙂

 

@Soldadito_m

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101 comentarios

  1. ¡Muy feliz 2024, Soldadito! Ojalá nos regales un nuevo artículo este nuevo año. Con uno me conformo. Escribes tan bien y transmites tanto que es una pena que lo dejes. Mucho ánimo con tus proyectos y, te agradecería en grado sumo que nos hicieras un huequito a tus lectores y nos deleitaras con una de tus maravillosas entradas.
    Un gran abrazo.

  2. Solo puedo decir gracias. Ojalá el mundo viera esa belleza en este tipo de chica…
    Me has alegrado un poco la noche.
    Gracias de veras.

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