Grietas

– El aire acondicionado.

Dice mi amigo.

Vamos en una furgoneta alquilada camino de una boda, y la pregunta es qué es lo realmente importante para que una relación funcione. Para saber que puedes dar el paso definitivo.

Mi amigo está argumentando que al final lo importante es el aire acondicionado. Se refiere al calor y al frío, a la sensibilidad frente a la temperatura de él y la de ella.

Es un argumento peregrino. Pero mi amigo defiende su tesis con admirable entusiasmo y los demás escuchamos divertidos. Divertidos y escépticos. ¿De verdad el funcionamiento de una pareja se limita finalmente al aire condicionado? ¿Sólo a eso?

Todos reímos ante la exageración pero, mientras él habla, todos repasamos mentalmente aquellas relaciones que no funcionaron porque ella era demasiado friolera o él demasiado caluroso. O al revés. Recordamos aquel viaje de verano en el que ella se resfrió después de una noche con el aire acondicionado a tope. Los reproches que se convirtieron en silencios en el viaje de vuelta. Y después, el final de la relación al llegar a España.

Mi amigo continúa con su disertación. En la furgoneta todos se posicionan en seguida a favor o en contra del aire acondicionado. Yo lo tengo claro.

En contra, siempre.

Sé que estoy en minoría. Sé que lo normal es que los chicos luchen por ponerlo y ellas por quitarlo. Pero yo no aguanto esa máquina infernal que hace que te resfríes en la mejor época del año. Quizá aquel periodo como becario en una oficina de Malasaña con el aparato soplando sobre mi cabeza bastó para posicionarme en contra. Recuerdo aquellos días y me doy cuenta de que, en todos los trabajos en los que he estado, el aire acondicionado ha sido motivo de conflicto. Frioleros Vs calurosos. En todos.

Quizá mi amigo tenga algo de razón.

El caso es que se ha convertido en el protagonista absoluto del trayecto. Siempre lo hace. Tiene la habilidad de sacar temas de conversación de la nada y convertirlos en debate. Y eso se agradece en viajes como éste. Basta una idea para que él pueda mantener la conversación durante horas, mientras todos le escuchamos con atención y opinamos sólo cuando nos lo pide. Hay personas que tienen ese don, gente a la que todo el mundo escucha cuando habla. Suelen hablar despacio y con un tono de voz contundente, y nadie se atreve a interrumpirles. Yo soy justo lo contrario, hablo atropelladamente y con la sensación de que me pueden cortar en cualquier momento. Quizá por eso prefiero escribir.

He estado en varios viajes con mi amigo y a final acaba posicionando a todo el mundo a favor o en contra de alguna idea absurda. ¿Te duchas mirando hacia el agua caer o de espaldas? (se supone, según él, que eso dice mucho de una persona) ¿necesitas juguetear con algo entre las manos mientras hablas con alguien? (signo de neurosis, según mi amigo, lo que me convierte en un neurótico) ¿aire acondicionado, sí o no?

Y todos los demás corren rápido a posicionarse en uno u otro bando, con la satisfacción que produce encontrar camaradas, compañeros de equipo, aunque sea en estos detalles cotidianos. Porque al final todos queremos formar parte de algo.

Esto me hace pensar que ya desde pequeños nos dividimos. Del Madrid o del Barca. Cola Cao o Nesquik. Y en el colegio, del A o del B. Y aquí sí que no había concesiones. Eras del B porque no podía ser de otra manera. ¿Cómo ibas a ser tú del A? Los del B eráis mejores y muy diferentes a los de A. Como si el hecho de acabar en uno u otro grupo te marcase por completo. Excepto para el típico tránsfuga que había en todas las promociones, alguien del A que siempre iba con los del B o al contrario, siendo considerado un traidor por ello. Siempre había uno, quizá, a la larga, el más inteligente de todos.

Porque nos dividían por orden alfabético del primer apellido, y nosotros otorgábamos a este hecho de azar el poder de convertirlo en destino. Que tu apellido empezase por una letra u otra podía marcaba todo tu futuro escolar, con quién te relacionabas y a veces tu carácter. Del A o del B.

Pienso que esto no cambia en la vida adulta, donde cualquier excusa es buena para encontrar diferencias, como si las circunstancias o el azar no contasen. Como si en el fondo no fuésemos todos iguales.

Pero volvamos al aire acondicionado.

Nos acercamos a nuestro destino y mi amigo sigue defendiendo su tesis. Mezcla seriedad con ironía, confundiendo al personal.

Su teoría se basa en que, según él, las parejas pueden aguantar que a uno le guste la playa y a otro el campo. Que uno vote a la derecha y el otro a la izquierda. O que uno de los dos sea vegetariano. Pero las noches de verano con o sin aire acondicionado son las que marcan la diferencia.

Todos sabemos que no se trata del aire acondicionado. Mi amigo lo ha escogido simbólicamente pero habla de algo más. Habla sobre la destrucción de las parejas. Sobre el efecto acumulativo de lo que no parece importante. Sobre detalles que pasamos por alto la primera vez, pero que si no se extirpan pueden ir a más y acabar con todo. Detalles que producen ínfimas grietas, al principio imperceptibles, pero que se revelan al cabo de los años. Como las de la estatua del relato “Migas” de Laura Ferrero.

Quizá se trate de esas grietas. De las que sólo se ven de cerca. De las que no salen en Instagram en las fotos de vacaciones, esas que parecen idílicas. De las que se esconden detrás del telón. Hasta que se hacen más grandes y entonces lo absorben todo.

Puede ser el aire acondicionado o puede ser otra cosa.

En el coche estamos algunos solteros y algunas parejas. Hay una chica divorciada que mira por la ventanilla. Supongo que pensando en su aire acondicionado. Lo que sea que destruyó su relación hace años. Pudo ser el aire, pudo ser leer el móvil en la mesa, no contestar las llamadas o volver del trabajo cada día una hora más tarde. Lo que sea.

Al término del viaje todos comentan lo rápido que han pasado las tres horas de trayecto. Agradecen a mi amigo la conversación.

Y al aire acondicionado.

Todos subimos hacia las habitaciones del Hotel.

La boda es dentro de una hora.

Mientras subimos, observo la mirada vacía de las parejas. Pensando, supongo, en quién tendrá el valor para encender (o no) el aire acondicionado al llegar a la habitación.

*****

(Termino la entrada en mi habitación del Hotel a las 5 am. Allá va)

Estamos en el baile. Mi amigo y yo sabemos que el novio es un ferviente amante del aire acondicionado. Yo lo sé por experiencia propia, lo pude comprobar en un viaje que hicimos él y yo solos a Tailandia hace unos cuantos veranos. Allí la humedad penetra hasta los huesos, dando una sensación de calor húmedo que a los pocos días puede hacerse insufrible. Pronto aprendí a llevar un jersey siempre en el coche aunque en el exterior arreciase un sol de vértigo. Y también a elegir el lado de la habitación más alejado del infernal aparato de aire acondicionado. Como buenos amigos llegamos al acuerdo de  enfriar la habitación solamente un par de horas antes de acostarnos (él lo quería toda la noche) Con ese compromiso y alguna manta fue suficiente, pero me pregunto si podría aguantar muchas noches seguidas, o peor aún muchos veranos. Quizá mi amigo no va del todo desencaminado con su teoría del aire acondicionado.

El caso es que estamos en la pista de baile y yo estoy con mi amigo comentando la conversación del viaje. Él y yo nos entendemos y sabemos que era una mera excusa para pasarlo bien durante el trayecto. Para generar un poco de debate y que se nos hiciese más corto.

Los novios se acercan a nosotros y, mientras todos zarandean en volandas al novio, mi amigo y yo nos quedamos solos con la novia. Ese instante de protagonismo inesperado en las bodas. Ese momento en el que las personas inseguras sentimos que estamos robando tiempo a la verdadera protagonista, que debería estar en otro sitio, con los invitados importantes o haciendo cualquier cosa mejor que charlar con nosotros. Así que nos apresuramos a darle la enhorabuena y esperar que se vaya.

Pero esta vez no se va.

Supongo que ella también agradece encontrar un remanso de paz. Porque ninguno hablamos.

Pero mi amigo me guiña un ojo y ya sé lo que va a decirle. Se acerca al oído de la novia y le hace la pregunta.

– Oye, ¿tú eres de aire acondicionado? Ya sabes, ¿friolera o calurosa?

Mi amigo me mira con malicia, en un segundo que se hace eterno porque simbólicamente parece contener todo el futuro de una relación.

– Lo detesto, siempre estoy helada.

*****

Sólo el tiempo dirá si la teoría de mi amigo es cierta o no. Esperemos que no, por el bien de los recién casados.

Aunque supongo que las cosas no son tan simples. Que no todo se puede apostar a un electrodoméstico o a cualquier otro pequeño detalle.

Yo, por si acaso, siempre hago la pregunta del aire acondicionado en las primeras citas. Las chicas me suelen mirar horrorizadas, planteándose seguramente qué extraña enfermedad fetichista padezco para preguntar eso antes de elegir el plato del menú.

Supongo que, a mi manera, sólo intento esquivar la grieta. Aunque no tenga la más remota idea de cómo hacerlo.

 

@soldadito_m

12 comentarios

  1. He estado leyéndote hace varias semanas. Eres tremendo escritor; tus maneras lingüísticas me parecen augustas y, aun así, sencillas. Han tenido un gran impacto en mi perspectiva.
    ¡Admirable!

  2. Comprometer es el mayor regalo que se puede ofrecer, dar un poco de uno mismo, no esperar nada a cambio y adaptarse a las diferencias. En realidad, es mucho más difícil de lo que suena, sin este don las relaciones terminan, cuando me preguntan cuál prefiero respondo: el que decida mi mujer.

  3. ¡Pues, ya te digo por adelantado, que tu amigo me cae genial! Y lo del aire acondicionado pues que sí, que igual parece simple, pero estoy con él. Envíale mi mensaje, por favor.
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    Una pregunta tonta quizás, ¿por qué cada vez que comento tengo que incluir mi nombre, email, web?
    ¿No podrías hacerlo un pelín más simple, por favor?

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