Hoy os escribo desde una playa de Vietnam, de esas idílicas que salen en las películas.
Estoy sentado en el suelo mirando hacia el mar, que se pierde en un beso de azules infinito. Tengo la espalda apoyada en una especie de tarima de un metro de altura, cubierta por una fina capa de arena que apenas deja ver los tablones de madera. Sobre la tarima, detrás de mí, se levanta uno de esos chiringuitos del sudeste asiático. Una barra que parece improvisada, unas cuantas sillas altas y el minúsculo espacio del Dj. Huele a sal, a mar y a libertad.
Por delante, algunos cojines colocados en la arena rodeando pequeñas mesas circulares casi a ras de suelo. En cada una de ellas, una vela encendida.
Comienza a anochecer.
A un par de metros a mi derecha veo a un chico, más o menos de mi edad, sentado en mi misma posición. Pelo castaño, bermudas, chanclas y una camiseta blanca con aspecto de no ser su primer uso. Pulseras de tela con los colores de alguna bandera que desconozco, y al cuello un fino cordón negro con un colgante que no logro distinguir desde aquí. Quizá un pequeño Buda o una chapa de metal como las que llevaban los soldados a la guerra.
En situaciones así, mi afán por diseccionar las vidas minúsculas toma su máxima expresión. Y no puedo evitar preguntarme qué hace él en Vietnam, si estará de viaje como yo o un tiempo más prolongado, qué habrá dejado en su lugar de origen.
Está tan abstraído mirando al mar que puedo observarlo sin riesgo de que se incomode. Alrededor de sus ojos se acumulan pequeñísimas arrugas de las provocadas por el sol, pero no por el de tumbona y Martini, sino por el que baña al hombre libre, al que pasa a la intemperie gran parte de su vida. Pienso que seguramente no esté aquí de paso como yo. Lleva impresa en el rostro la lejanía del hogar, una expresión entre la nostalgia y la libertad auténtica, una mirada libre, abierta y de conocer mundo, signos de una identidad viajera.
Imagino que es un viajero solo de ida. De esos que van siempre hacia delante. También en la vida. Y pienso que yo no salgo de casa sin mi billete de vuelta en el bolsillo, sea a donde sea.
Me pregunto qué pudo motivar su partida. La crisis –cuál de ellas-, la esperanza de un futuro mejor o la búsqueda de sí mismo.
Quizá esté huyendo de algo. Y no me refiero a una huida de película escondiéndose de un pasado tormentoso o de un grupo de mafiosos que pide su cabeza, sino a una huida de la rutina, de un estilo de vida anodino, de su zona de confort. O de sí mismo, la huida más difícil.
Quizá haya leído algún libro de autoayuda de los que te animan a romper con todo e irte a viajar por el mundo. A soltar amarras e ir a por lo que de verdad quieres, no a por lo que los demás esperan de ti.
O quizá haya visto Hacia Rutas Salvajes y se haya lanzado a la aventura.
Lo observo y pienso que por mis venas corre la misma sangre, que dentro de mí hay un “yo” aventurero que rompe con todo y se va muy lejos. Que se da cuenta de que sólo hay una vida, y luego nada. Que comprende que, si al menos no haces lo que te llena en esta vida, es una derrota sin paliativos. Que aquí estamos para vivir sin cadenas.
Pero no. Mi “yo” sedentario ha ganado la partida de momento. Estoy aquí con mi billete de vuelta en el bolsillo. Lo palpo con la mano para comprobar que sigue ahí. Lo hago cada 2 minutos, de forma compulsiva, como siempre que llevo algo importante encima.
Vuelvo a fijarme en mi compañero de tarima, que ahora mira sonriente hacia el mar. Una mirada clara, feliz, despreocupada. Una mirada así sólo puede encerrar una vida liviana, la del aventurero sin equipaje, ni físico ni sentimental.
Y me imagino el cuento de su vida: de familia de clase media, Jack (y no Kerouac) tuvo una vida corriente hasta los 23 años. Fue al instituto en su pequeña ciudad natal y a la Universidad en la capital, con una estancia en una residencia de estudiantes y dos años compartiendo piso, primero con dos amigos y luego con dos chicas. Después de sus estudios comenzó a trabajar en una de esas empresas repletas de recién titulados y ventanas infinitas, vestido cada mañana con un traje que le hace parecer 5 años mayor de lo que es. Metro, atascos, cafés, tupper, cañas después del trabajo, metro, atascos, café, cañas… Y así unos años, en bucle, hasta que un día se miró al espejo y no le gustó lo que vio.
Además, vino la ruptura con su novia y una oportunidad de irse del trabajo cobrando su finiquito. El empujón definitivo. Para volar.
Hizo las maletas y se marchó al sudeste de Asia. Después de 2 años de travesía está aquí, apoyado en mi misma tarima y mirando hacia el mar. Sumido en su diálogo interno, quién sabe si imaginando mi vida como yo hago con la suya. Seguramente nunca nos hablaremos, pero ahí quedarán nuestros pensamientos cruzados, en la historia de las palabras no dichas.
Sigo observando a mí alrededor. Yo, que en España siempre ando con prisa, aquí me encuentro relajado, pensando en la entrada que puedo escribir esta noche. Me pregunto si la soledad es esto o más bien es lo que dejé atrás.
Suena un hilo musical agradable, los turistas y los nativos se mezclan en la playa y un niño intenta recuperar una pelota de plástico que el oleaje amenaza con alejar de forma definitiva. Pienso que el mar es como el tiempo y esa pelota como las oportunidades en la vida. Las ves, se acercan un poco y se vuelven a alejar. En un movimiento de vaivén que cada vez las pone un poco más lejos aunque no te des cuenta. Hasta que un día comprendes que ya están demasiado lejos y la marea es demasiado alta.
Quiero saber qué ocurre con esa pelota, pero algo aleja mi atención de esa escena. De repente el hilo musical se convierte en un sonido estridente y me encuentro desorientado.
Me giro hacia mi compañero y nuestras miradas se cruzan por primera vez.
Y entonces lo veo.
A él.
A mí.
Un temor que se había estado apoderando de mí, como queriendo desvelarme un secreto que yo intentaba mantener oculto, se materializa.
Ese joven ni se llama Jack ni está aquí huyendo de nada.
Se trata de mí.
Se hace el silencio a nuestro alrededor, a mí alrededor, solamente interrumpido por el sonido irritante que poco a poco identifico como mi despertador, que reposa sobre la mesilla.
Y me doy cuenta de que sí, de que todo ha sido un sueño.
Una mezcla de alivio y tristeza me invade.
La tarima con la fina capa de arena se ha convertido en mi confortable colchón de ikea, bajó un edredón que me protege. Me protege de la vida aventurera, de las arrugas provocadas por el sol y de las playas de Vietnam. Me quedo unos minutos más así, tumbado sabiendo que hoy llegaré tarde al trabajo. Al metro, a los atascos, al café, a la reunión y a las cañas que tengo esta tarde para despedir a un compañero que se va.
Cierro los ojos y pienso en un niño. Su madre le espera en la orilla del mar. El sol se está ocultando en un horizonte de azules. El niño intenta recuperar una pelota de plástico que se mece sobre las olas. Pero la marea es más fuerte y la pelota ya está demasiado lejos. El niño se queda mirando fijamente, y puede ver como una ola se la lleva hasta que se pierde en las profundidades de un mar salvaje. El niño se da la vuelta y mira a su madre. Sabe que esa pelota ya nunca volverá.
Con tu forma de escribir consigues trasnportar al lector a cualquier lugar, eres un Oscar Wilde de los Blogs.
Otro post más para que la gente que anda, cual extra de Walking dead, por el mundo espabile y empiece a darse cuenta que desde el primer día esto se acaba y hay que llevarse todo lo que podamos.
Un Saludo
Muy buen escrito…😊
ESTE ARTICULO ES FASCINÓ..ESE DIALOGO INTERNO DONDE LA NECESIDAD INTIMA DE SALIR DE DONDE ESTAMOS, NOS LLEVA MENTALMENTE A UNA LIBERTAD IMAGINARIA Y CUANDO NOS PERCATAMOS QUE CADA DÍA SE NOS ESCAPA UNA OPORTUNIDAD DE AVENTURAR.
GRACIAS.
El viento lleva nuestros pensamientos. Mi olfato no reconoce el pasado y mis pies recorren en oscuridad la idealidad impuesta por mi.
Muy buen relato. Saludos.
¡Facinante! Me ha encantado el post y la metáfora de la pelota, creo que es muy acertada. Ojalá seas capaz de atrapar la mayoría de las pelotas de tu vida, sin que la marea se las lleve…
Un fuerte abrazo, soldadito <3
Me encanta, gracias por escribir lo que tantos sentimos
Me ha gustado mucho tu entrada, inspiradora y reflexiva! Todos necesitamos en un momento u otro hacer un viaje, mas corto o mas largo, mas lejos o mas cerca, para romper rutinas y hacer un paron de la acelaración en que nos somentemos sin darnos cuenta. Y ademas cada persona busca cosas distintas en cada viaje.
Saludos,
C.
Me ha gustado mucho tu entrada, hay tantas veces que me imagino en situaciones asi, coger las maletas y partir, unos a Vietnam otros a Sudamerica, cada cual a un lugar que le llame lo suficiente como para necesitar pisar esa tierra y olvidarte por un momento de tu vida, respirar aire totalmente distinto y hacer un parón de la aceleración en la que nos sometemos sin darnos cuenta. Y es que cada uno busca una cosa distinta en cada viaje que hace.
Es un tema que da mucho de si y difícilmente se puede uno expresar solamente en un comentario.
Saludos,
C.