Voy en el tren camino de una boda y vuelvo a sentir que es el mejor sitio donde encontrar la inspiración para escribir.
Al menos para gente inquieta como yo. Porque no puedo salir, porque estoy atrapado y no tengo nada mejor que hacer aquí dentro, mientras veo los campos de Castilla pasar por la ventana. Siempre que veo esos campos me traslado a mi infancia. Y la nostalgia por esos días felices acude puntual a la cita. No dejéis de ver esta escena.
Es curioso observar cómo hay gente que mira continuamente al pasado, quienes se centran en vivir el presente y personas que dedican más tiempo a planificar el futuro. Me temo que yo soy de los primeros. No puedo evitar preguntarme qué estaba haciendo en esta precisa fecha hace un año, hace dos o hace diez.
Si estaba con aquella chica con la que al final la relación no llegó a nada, si estaba estudiando para los exámenes de Julio o si me encontraba en aquel viaje de verano con mis amigos.
También me causa serenidad repasar el listado de películas que vi el último año, recordar qué libro estaba leyendo en Junio del año pasado o releer los mensajes enviaba por whatsap a aquella chica que entonces ocupaba mis pensamientos. Y no pocas veces, al leer esos mensajes, me sorprende mi obcecación de aquel momento comparado con el sentir actual. Sólo el tiempo nos otorga la perspectiva adecuada para juzgar relaciones pasadas, la objetividad y la serenidad para hacerlo de forma desapasionada. Aunque haya que haberlo vivido para poder comprenderlo, porque la experiencia es única maestra realmente eficaz.
Así que camino de frente pero mirando de reojo al pasado. Y el problema de mirar tanto hacia atrás es que tiendes a engrandecer cualquier época pasada, a querer regresar preso de la nostalgia. Porque cualquier tiempo pasado parece mejor, ya lo decía la canción de Karina.
No es de extrañar por tanto que esa añoranza de mirar al pasado nos convierta en personas más tristes, al menos en apariencia. Lo dicen todos esos esos libros sobre felicidad, que la mejor forma de ser feliz es vivir el presente. Así que en teoría no hay nada bueno en este carácter retroactivo. En este continuo pensar en lo que quedó atrás, en volver a transitar con la mente por épocas pasadas que ahora parecen idílicas, cruel engaño de nuestra memoria.
Quizá mirar al pasado sea uno de los vicios necesarios del escritor. Me pregunto si la soledad lo es también. Si el que escribe sacrifica pedazos de felicidad para poder dedicarse a lo que le gusta y ofrecer algo a los demás.
Pero entre mis miradas al pasado se cuelan también proyecciones futuras. No pocas veces me encuentro pensando en un tiempo que ha de venir, con nuevos proyectos y planes de futuro. Y si el pasado se asocia a pesimismo, ese futuro esperanzador se identifica con un optimismo ilusionante.
El otro día encontraba una frase en los diarios de Juan Ramón Ribeyro que me hizo pensar en ello. Pensé si no me pasa a mí lo mismo. Porque decía que su vida se movía entra la mirada al pasado y el viaje hacia el futuro, sin que el presente existiese para él.
Mis goces más puros están repartidos entre mis recuerdos y mis proyectos. El presente me fastidia, porque no lo siento.
La tentación del fracaso, Julio Ramón Ribeyro (1950-60)
Es fácil caer en ello. Vivir a la espera de ese acontecimiento que nos haga felices de verdad. Para unos será encontrar un trabajo “de lo suyo”, para otros encontrar la persona con quien arriesgarse a compartir su vida y para otros comprar la casa de sus sueños. El caso es que proyectamos nuestras ilusiones y nos embriagamos imaginando cómo será nuestra vida cuando llegue ese momento, sintiendo el gozo de la vida que está aún por escribir.
Y así, entre miradas al pasado e ilusiones de un futuro mejor, quizá a muchos se nos olvida disfrutar del presente con toda su intensidad.
Pero hoy estoy en el tren y los trenes evocan pasado, nos devuelven a nuestro lugar de origen, a nuestra patria, a la infancia.
Y a veces da vértigo mirar tan atrás, como si los años trascurridos se midiesen en metros de altura desde la azotea de la memoria. Como si diese miedo asomarnos a lo que fuimos y a lo que somos ahora. A las ilusiones de un niño, a los planes para “cuando sea mayor”, sin casi darnos cuenta de que ya nos hicimos mayores sin darnos cuenta.
Ese rápido transcurrir del tiempo me recuerda a una anécdota de mi infancia. A cuando salíamos de viaje en coche mis padres, mi hermana y yo. Al comenzar el trayecto mis padres nos decían que si nos quedábamos dormidos iríamos por el camino más corto. Buena estrategia para que no diésemos la lata. Obedientes, nos acomodábamos en el asiento trasero con las rodillas en el suelo y nos sumergíamos en un profundo sueño, el mejor acelerador del tiempo. Y al llegar al destino mi hermana y yo comprobábamos con admiración que el trayecto había pasado en un abrir y cerrar de ojos, que era cierto que habíamos tomado el camino corto, preguntándonos por qué nuestros padres no elegían ese mismo camino cuando íbamos despiertos.
Esos días de la infancia enlazan con otros que acuden a mi mente al recordar esa época. Los campos castellanos que veo pasar me devuelven a los veranos en el campo, a las caídas en bicicleta, a la ilusión inocente, a la curiosidad por los pequeños detalles, a la capacidad de asombrarme, a la despreocupación de un niño. A todo lo que luego vamos perdiendo poco a poco.
Y el regresar a esos días también me devuelve a los petos vaqueros, a conducir sobre las rodillas de mi padre con la ilusión de sentirme un adulto, a los partidos de fútbol en el recreo con una bola de papel de aluminio, a que me dejasen llevar el carro del supermercado y sentirme Fernando Alonso, a sándwiches de nocilla en el parque y a Barrio Sésamo, con don Pimpón, Espinete y Chema el de la panadería.
Me devuelve a esa sensación de ver a los niños de cursos superiores como gigantes inalcanzables. Para llegar luego a esos cursos y sentir que no era para tanto, que los “mayores” eran realmente los del instituto. Y llegar al instituto y tener la misma sensación con la Universidad. Me devuelve a ese continuo tachar la vida pasada pensando en que el verdadero secreto estaba en el porvenir, cuando quizá precisamente lo estaba dejando atrás en aquellos momentos.
Me devuelve a cuando dejaba turrón y leche a los Reyes Magos, no hay inocencia más poderosa que esa. A la lucha porque el peluquero no me cortase el pelo tanto como querían mis padres, a los berrinches por querer llevar unas zapatillas de marca, J Hayber, Reebook o incluso Nike. Y cuanto más feas fuesen, mejor.
Cierro los ojos y vuelvo a jugar al “pillao” en el patio del colegio, y revivo la sensación infinita de cuando en el juego me pillaba la chica que me gustaba y podía compartir unos instantes con ella. Vuelvo a jugar al teléfono roto, a inventar palabras para que los adultos no nos entendieran, a recortar figuras de futbolistas en las páginas a color del periódico para guardarlas en una carpeta, a cambiar cromos con mis amigos. Vuelvo a los playmobil, a jugar con piedras y barro, a hacer “potingues” en el campo, a tomar a regañadientes la lentejas mientras escuchaba que estaban riquísimas y que “cuando seas mayor te arrepentirás”. Pues no tanto.
Regreso a cuando quería que dejasen la puerta entornada y la luz del pasillo encendida por si había monstruos en el armario. Y el otro día viendo El Sur revivía esas sensaciones de la infancia.
Y recuerdo sobre todo la ilusión. Esa curiosidad infinita y la capacidad de asombrarme con cualquier cosa. Sentimientos que se representan en una anécdota que siempre recuerdo.
Todos los veranos mi hermana, mi primo y yo solíamos esconder un “tesoro” en algún sitio secreto del campo, para ir a buscarlo el verano siguiente. El tesoro consistía en una caja de hojalata, de esas azules de pastas para el café, en la que metíamos juguetes o cualquier elemento interesante que encontrábamos por la casa. Cromos, soldaditos de plomo, un cigarro de plástico, algún llavero, un cartucho de escopeta que habíamos encontrado, canicas de colores, y demás objetos sin importancia pero que adquirían un significado mágico cuando entraban a formar parte de nuestro tesoro. Porque lo importante no era tanto el contenido de la caja, sino la ilusión de tener un tesoro escondido. Dejábamos el tesoro en Septiembre y volvíamos a la ciudad, donde pasábamos todo el invierno sintiéndonos unos privilegiados por compartir ese secreto que nadie más conocía. Mirábamos a nuestros compañeros de clase con la ilusión de quien tiene oculta algo inconfesable y mágico, esperando que llegase el Julio siguiente para ir a buscarlo.
Recuerdo que uno de esos veranos no encontramos la caja cuando fuimos a buscarla. Habíamos olvidado la ubicación del tesoro y anduvimos por el monte buscando sin parar durante varios días, decepcionados por no haber señalizado bien el lugar el verano anterior. Al final nuestros esfuerzos fueron en vano, terminó el verano y volvimos a casa con la incógnita de dónde estaría la caja. Fue el último verano de los tesoros.
Pero el destino o las casualidades nos tenían guardada una sorpresa todavía.
Unos quince años más tarde, mi hermana y yo íbamos por ese monte cuando de repente vimos asomar una bolsa de plástico en un montón de tierra que había levantado un tractor para sembrar. Nos pusimos a escarbar sin mencionar palabra alguna, con la intuición de conocer de antemano lo que íbamos a encontrar. Cuando terminamos de levantar la tierra, asomó la bolsa blanca con una caja de hojalata de pastas dentro. La abrimos con cuidado, no sin algún esfuerzo debido a la oxidación que había soldado algunas partes de la caja.
Y mientras nos asomábamos al contenido de la caja, por un momento revivió en nosotros la ilusión que creíamos perdida.
Por un momento volvimos a creer en la magia. En los tesoros. En la capacidad de asombrarnos.
Aunque dentro sólo hubiese un cigarro de plástico, algunos soldaditos oxidados y unos cuantos cromos borrados por la humedad.
En aquel momento recordamos que, aunque hubiesen pasado quince años, nuestra felicidad seguía allí, escondida en un monte bajo un montón de tierra.
Y que sólo había que seguir buscando con la curiosidad de un niño para encontrarla.
Ahora voy camino de la boda y observo por la ventana del tren los últimos campos castellanos pasar. Vuelvo a dejar escapar la mente hacia el pasado y el futuro. Hacia el futuro que está por escribir y hacia el pasado que me devuelve a mi infancia.
Aún quedan 2 horas de viaje. Y no puedo evitar preguntarme si, cerrando los ojos, estaré en mi destino casi sin darme cuenta. Si volveré a viajar como un niño.
Si el maquinista sabrá elegir como mis padres en aquellos viajes.
Para llevarme por el camino más corto.
Me haces regresar a esos tiempos donde la inocencia llenaba nuestro mundo. Es un relato por demás interesante que deja ese sabor de seguirte por querer más. De lo mejor.
Hola de nuevo, Soldadito Marinero.
Desde el primer día que leí este blog me enganché y eres de los pocos que han logrado que tal cosa me ocurra, es comenzar a leer tus palabras y no poder terminar hasta el final del post. Y siempre, tras la lectura, llegan a mi sentimientos, recuerdos y reflexiones hermosas y a veces tristes que eres capaz de transmitirme.
Me encantó la escena de Mad Men y las fotos acompañadas de frases que siempre le dan un toque tan original y encantador al contenido de tu blog, creo que complementan a la perfección esa sensación de nostalgia que describes. Me he sentido muy identificada porque yo (como dices, tal vez sea algo común en todos los escritores) paso demasiado tiempo pensando en mi infancia, en lo que hice y por qué lo hice, en volver atrás, en si cambiaría algo o lo dejaría así… Me ha encantado lo que has escrito sobre tu niñez en Castilla, sobre todo la parte de la estrategia que tenían tus padres para el viaje en el coche y la del tesoro escondido. Muchas gracias por dejarnos conocer esa parte de ti mismo, es un honor.
Ojalá todos rebuscáramos bajo nuestra piel para hacer revivir a ese niño que llevamos dentro, a ese principito loco e ilusionado con la vida.
¡Un fuerte abrazo!
Aquello de que cualquier tiempo pasado nos parece mejor lo decía Karina y también Jorge Manrique en las «Coplas a la muerte de su padre». Me ha gustado mucho la entrada, Soldadito Marinero. Durante gran parte de mi vida he sido una gran nostálgica, sin que dicha circunstancia me impidiese vivir el presente. Con los años estoy más en el día a día, aunque creo que no es cuestión de edad, sino de que no me queda tiempo casi ni para respirar… Los recuerdos de la infancia tienen un sabor especial y nos llenan quizá más aún que otro tipo de recuerdos. Me he sentido muy identificada con esos momentos que se pasan recordando y proyectando, que es algo muy disfrutable…
Que bonito texto, la verdad es que yo también soy una soñadora nata, durante los viajes en tren me encanta mirar por la ventana e imaginar como debe ser la vida de los habitantes de las ciudades que atravesamos. También vivo muy centrada en el pasado, supongo que los malos momentos me marcaron demasiado como para dejarlos ir… Te invito a que te pases por mi blog, creo que te gustará 😉
http://mimundoymisideas.blogspot.com.es/
Saludos
Neus
Muy bonito. Mirar al pasado es un vicio… a veces mortal. Mira lo que le pasó al pobre Gatsby.
Un saludo virtual
También soy una de esas personas que se pregunta qué estaría haciendo este mismo día hace 10 años, también vivo en el pasado la mayoría del tiempo y entiendo perfectamente tu sentimiento al respecto. Excelente redacción, te felicito! SiX)
En Dios Nos Cría hablamos sobre actualidad social, pero también intentamos hacerlo bonito. Puedes echar un vistazo en http://www.diosnoscria.wordpress.com