“Hoy es un día especial. Todos hemos recibido una botella de Coca-Cola. Esto puede parecer que no es demasiado importante, pero si hubieras visto a todos esos hombres que llevan meses luchando apretar contra su pecho la botella, correr hacia su tienda de campaña y quedarse mirándola…. No sabían qué hacer. Nadie ha bebido su Coca-Cola todavía, porque cuando lo hagan, todo habrá terminado”
(Soldado Dave Edwards, en una carta a su hermano. Italia, 1944)
Esta es la carta que un soldado americano, Dave Edwards, escribió a su hermano desde el frente italiano durante la Segunda Guerra Mundial, en 1944.
Mientras se encontraban luchando contra los alemanes, los soldados recibieron como regalo una botella de Coca-Cola para cada uno.
Intento imaginarme cómo sabe esa Coca-Cola. Pero supongo que nunca podré saberlo, porque soy un afortunado.
Y tú también.
Aunque a veces no nos acordemos.
Quizá pueda intuir una mínima aproximación a ese sabor. Puedo pensar que ese refresco sabe a despertar de una pesadilla, sabe al primer día de vacaciones después de meses de trabajo, sabe a tumbarme en mi cama después de un viaje de mochilero, sabe a esas pequeñas cosas que nos dan felicidad… Pero es inútil. Me quedo a años luz del sabor de esa Coca-Cola.
Tendría que multiplicar por infinito cualquier placer de mi vida para comprender cómo le supo a aquellos soldados.
Es curioso. Yo, que tengo de todo, nunca podré probar un refresco tan bueno. Que me sepa así. A vida.
Porque la felicidad es relativa. Necesitas estar abajo para valorar el estar arriba.
Y nosotros somos los afortunados que no hemos pasado penalidades. La generación del bienestar.
La generación que puede bajar al bar a comprar una Coca-Cola ahora mismo. En 10 minutos. Ni siquiera eso, quizá hay una máquina de vending en el descansillo de la oficina.
Y eso nos convierte en la generación que lo da todo por hecho. Y sin embargo no dejamos de quejarnos.
Pero es innato a la condición humana valorar solo aquello de lo que se carece. Un privilegio mantenido durante el tiempo suficiente, se convierte en un derecho. Se da por supuesto. Olvidamos su valor y, sólo cuando nos falta, lo apreciamos.
Por eso a veces hace falta una experiencia traumática para despertar. Por eso tenemos que vislumbrar la posibilidad de perder algo para valorarlo. Tu pareja, tu hogar, tu libertad… la vida.
¿Acaso no estaban más vivos aquellos soldados cerca de la muerte, que yo en mi sillón?
Hay una escena en “El Club de la Lucha” que siempre recuerdo.
Se trata de cuando Tyler Durden amenaza con matar, pistola en la cabeza, al vendedor Raymond Hessel. Tayler está a punto de apretar el gatillo, pero al final le deja marchar. Y entonces dice lo siguiente:
Te dejo al final de la entrada la escena para que veas de lo que hablo.
Resulta que Tyler tenía razón.
Porque a Raymond el desayuno del día siguiente le sabrá igual que le supo esa Coca-Cola a aquellos soldados. Porque valorará su vida como nunca lo había hecho, al haber estado a punto de perderla.
Y yo me pregunto si a veces necesitaría que Tyler me apuntase a mí con una pistola en la cabeza.
Para reaccionar.
Para dejar de quejarme por cosas sin importancia.
Nada como un encuentro así para comenzar a valorar la vida. Para poner las cosas en su sitio. Para relativizar los problemas. Para dejar de quejarte porque el metro se ha retrasado 2 minutos. Porque tu jefe te ha hecho quedarte media hora más. O porque hoy es lunes.
¿Lunes? Cuando Raymond Hessel tiene su pistola en la cabeza no le importaría vivir en lunes el resto de su vida.
Pero me temo que a nosotros ningún desayuno nos va a saber cómo el de Raymond Hessel.
Y ninguna Coca-Cola nos va saber como supo a esos soldados.
Como ninguna cerveza nos refrescará como refrescó a los amigos de Andy Dufresne en la cárcel. Si no has visto esta película, ya estás tardando.
Pero espera un momento.
Quizá podamos hacerlo.
Quizá podamos cerrar los ojos. Evadirnos de la época que nos ha tocado vivir. Pensar que estamos en la situación de aquellos soldados. En el barro, en medio de la guerra, a miles de kilómetros de casa. Con la ropa de una semana.
Cerrar los ojos y soñar que estamos ahí.
¿Estoy allí?
Sí, estoy allí.
Cojo mi Coca-Cola, doy el primer trago y puedo saborearla como si fuese el último refresco de mi vida.
Como si no hubiese bebido una Coca-Cola en meses.
Como si no supiese si volveré a probar otra.
Y entonces me doy cuenta de que ahora, cerca de la muerte, es cuando de verdad estoy vivo.
Los que vivís seguros en vuestras casas caldeadas. Los que os encontráis, al volver por la tarde, la comida caliente y los rostros amigos: considerad si es un hombre quien trabaja en el fango.
Quien no conoce la paz.
Si esto es un Hombre, Primo Levi – 1947
El Club de la Lucha (1999)
Que ponga Coca-Cola y no otro refresco es por la historia de los soldados. Da igual, es simbólico! Gracias por llegar hasta aquí leyendo! Si me dejas un comentario me haces feliz 🙂
Estupendo Blog…!